Sí, vuelvo a casa, vuelvo a mudarme, a alejarme de nuevo de un entorno seguro, lleno de buenas gentes a las que adoro y con las que seguiré compartiendo mucho. Monachil, ese pueblo encantado y encantador se vuelve segunda residencia porqué yo necesitaba “volver a casa”.
En este lugar todavía extraño me divierto con las vueltas que doy para ir de un sitio a otro, al descubrir después que hay camino mucho más corto. Recuerdo entonces que ya he pasado por esta sensación varias veces, que una ya es mayor, que ya sabe que parte de ubicarse en un lugar pasa por enfrentarse a ese laberinto que es un callejero de pueblo. El juego me gusta, siempre me gustó curiosear rincones. Las gentes de aquí hablan entre ellas una lengua que no es la mía, aunque les entiendo, y sé que aprenderé al menos para poder chapurrear, para respetar el lugar y honrar su lengua autóctona. En este nuevo paisaje que huele a pino mediterráneo cuando llueve y también cuando aprieta el calor, hay algo de mí que sabe que ha vuelto a casa. Me enteré que esta parte de tierra estuvo unida a las Baleares; quizás es mi sangre mallorquín la que siente la vuelta, la arteria de la bisabuela Bernarda, que fue raptada, según cuentan mis tías que también se contradicen entre ellas y se ponen a discutir. Dicen que un militar, mi bisabuelo, se enamoró de la niña de 16 años que era la Bernarda la primera vez que la vio. Y dicen que ella nunca volvió a pisar su isla y su pueblo natal, Sollers.
Quizás todo esto tenga que ver, sí.
Pero lo que verdaderamente me ha devuelto a casa es la sensación corporal que me invade al acompañar a mi hijo a “ojo”; el paso que se aligera, el oído que escucha el pájaro, el ojo que ve la liebre, el espacio en las articulaciones…A las 8.40, vamos caminando por un sendero de tierra, por donde niñas y niños, acompañadas algunas, también van, según la mañana, charlando o mirando el paisaje o en un ensimismamiento que te invita a pasar de largo sin tan siquiera saludar. Aquí una se da cuenta las veces que ha saludado por automatismo y se alegra de haber llegado a un lugar que si un día está “padentro” y no apetece ni saludar, no va a pasar nada, nadie se va a sentir ofendido…
Quince minutos de camino de tierra desde el coche hasta llegar a “ojo”, así le llamamos.
Un lugar que me está reponiendo la mente, el corazón y las entrañas en un mismo eje. Hay mañanas que vuelvo hacia el coche y me embarga la emoción, y entonces brotan las lágrimas, para limpiar. Ya pasó, me digo, ya estás en casa…
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